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La vida apostólica y los orígenes del monacato
Después del acontecimiento de Pentecostés, tal como nos cuenta san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, la Palabra del Evangelio halló eco en el corazón de los habitantes de Jerusalén y de sus alrededores; muchos de ellos se convirtieron, recibieron el bautismo y comenzaron a formar parte de aquellos que el Señor iba agregando al grupo de los llamados a la salvación. La vida de aquella primera comunidad cristiana, modelada por la Palabra recién anunciada del Evangelio, era un ejemplo para todos los que los contemplaban: perseveraban en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en la oración; una sola fe les hacía vivir unidos, y lo tenían todo en común. Vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos según las necesidades de cada uno, de manera que entre ellos ninguno pasaba necesidad. A diario frecuentaban el templo en grupo, partían el pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón. Este cuadro idílico de la primera comunidad de Jerusalén sin duda no era la fórmula general de la vida cristiana, aplicable en todas partes y a todos los creyentes. Pero esa experiencia dejó con todo un recuerdo vivo, que, como ideal a alcanzar, era objeto de la predicación de los pastores al pueblo cristiano. Muchos fueron los cristianos que escogieron servir al Señor de modo semejante, viviendo, en medio de sus propias comunidades eclesiales, el ideal consagrado por los primeros discípulos en Jerusalén.
A lo largo de los siglos, el Espíritu Santo, alma y guía de la Iglesia, pone de manifiesto de modo explícito todos los dones y carismas con que es capaz de nutrirla, y que se hallaban ya presentes, virtualmente, el día de Pentecostés, en el momento del nacimiento de la Iglesia. Los primeros cuarenta años de existencia de la Iglesia, hasta aproximadamente el año 70 d.C., constituyeron el período de la llamada Iglesia Apostólica, ya que muchos de los Apóstoles estaban aún con vida, y marcó la primera expansión misionera de la Iglesia, en especial con la novedad de la incorporación de los gentiles a la salvación. Los años que siguieron fueron el gran período de los mártires, aquellos "testigos de Cristo", que dieron supremo testimonio de imitación perfecta de Nuestro Señor, entregando sus vidas como El mismo lo había hecho. Esto duró hasta comienzos del siglo IV. Los siglos que sucedieron vieron un desarrollo del poder temporal de la Iglesia, gracias a la conversión de gobernantes y emperadores, y en especial al establecimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano.
Esto podía acarrear un riesgo: El potencial olvido de la dimensión espiritual del cristianismo. Para que ello no ocurriera, supo el Espíritu suscitar una nueva forma de espiritualidad, que se consideró continuadora de la escuela de los mártires. No habiendo ya oportunidad de derramar la sangre por Cristo, el derramamiento se haría lentamente, a lo largo de toda la vida, mediante la abnegación, la renuncia, la soledad, el silencio, la penitencia y la mortificación, pero sobre todo en el renunciar a todo lo bueno y loable de esta vida para dedicarse a la oración y el contacto con Dios. Esto fue el monacato o movimiento monástico, que tuvo en Oriente, especialmente en Egipto y en Palestina, su desarrollo más notable. La existencia de ascetas, vírgenes o continentes en el seno de las comunidades cristianas aparece documentada desde el siglo III. A partir del siglo III, algunos de esos cristianos que sentían la llamada del Señor a vivir el Evangelio hasta sus últimas consecuencias en la línea de las recordadas indicaciones de los Hechos de los Apóstoles, se retiraron a lugares solitarios, al «desierto», es decir a aquellos lugares que nadie reclamaba como propios, para vivir su peculiar ideal cristiano. Pueden explicar esta decisión el atractivo del ideal ascético y el deseo de un contacto ininterrumpido con Dios, así como una radicalización del concepto joánico del término «mundo» designando a toda la humanidad que, por el pecado, se ha alejado de Dios, ‑ que dio origen a un lugar común de la teología espiritual que se conoce como la «fuga mundi»-. Sin duda alguna, esta decisión suponía un alejamiento de la comunidad de los hermanos. El primitivo ideal de aquella vida que los Padres llaman «apostólica», justificaba el gesto de los que se retiraban. Las comunidades que veían a algunos de sus miembros retirarse en el desierto no demostraron, en general, ningún tipo de animosidad hacia ellos, sino más bien los miraron con simpatía. La misma Jerarquía católica aprobó la nueva realidad que aparecía en el seno de las comunidades.
La vida en el desierto La vida en el desierto significaba muchísimo para aquellos hombres y mujeres que respiraban el espíritu de las Escrituras santas, Fue en el desierto donde el Señor se preparó un pueblo y había establecido con él una alianza de fidelidad. Era el desierto y el tipo de vida que allí se desarrolló lo que evocaban Ios profetas cuando querían invitar a Israel a la conversión par renovar su pacto con el Señor. Fue al desierto donde se retiraron los grandes hombres de Dios para prepararse a su misión Moisés, Elías, Juan Bautista. Era en el desierto donde se debía preparar el camino del Señor, según la predicación del Bautista. El mismo Cristo quiso permanecer en el desierto cuarenta día para luchar contra el enemigo que se oponía a su obra de salvación. La vida de los primeros monjes en el desierto era muy sencilla: oración, meditación de la Palabra de Dios, y trabajo, para subvenir a las propias necesidades y a las de los hermanos indigentes. Una alimentación austera y frugal, un descanso alternado con las vigilias de oración, una soledad moderada por las visitas que se hacían para ayudarse en el ámbito espiritual y humano, son las características de aquellas figuras que, muy pronto, fueron conocidas, admiradas y buscadas con interés. Una abundante literatura nos ha conservado los valores fundamentales de aquella realidad que enriqueció a la Iglesia. EL MONACATO PRIMITIVO EN PALESTINA. En la segunda mitad del siglo III después de Cristo, cuando todavía arreciaban durante algunos períodos las persecuciones contra los cristianos, surge en Egipto el pionero de los eremitas, San Pablo Ermitaño, quien falleció a finales de dicho siglo. Lo sucedió inmediatamente la gran figura y el gran iniciador del monacato como tal, San Antonio Abad († 356), quien ya había comenzado a vivir como eremita en vida de su antecesor. Si bien el estilo de vida fue eremítico, llegó a tener alrededor de si en las cercanías, numerosos discípulos que imitaban su modo de vida, y a quienes asistía espiritualmente. En Egipto, el primero en organizar un monasterio como tal de vida comunitaria, fue Pacomio el Grande (290-346). En el sur de Palestina se hizo sentir la influencia egipcia. De hecho, a principios del siglo IV empezó a darse el fenómeno de los eremitas en el desierto del Negueb (sur de Palestina), no lejos del puerto de Gaza. Algunos de ellos habían sido formados en la escuela de San Antonio Abad, especialmente Hilarión, el pionero de los anacoretas del Negueb. Paralelamente, otro movimiento estaba surgiendo en el desierto de Judea, aunque ya no debido a la influencia egipcia, sino procedentes de Siria y Asia Menor. El pionero de este género fue Caritón. Poco a poco, el monaquismo del Negueb y de la franja de Gaza comenzarán a debilitarse. En cambio, el que dará forma propia al monacato palestino - con características diversas del egipcio- es el del desierto de Judea, que florecerá hasta principios del siglo VII, y que perdura hasta hoy. Los monjes y los lugares santos Hemos ya hablado del atractivo que los lugares santos ejercieron sobre los cristianos, en relación a la decisión de muchos de venir a Palestina y comenzar a llevar vida monástica. Esto influyó sobre todo en el desierto de Judea, no lejos de dos ciudades principalmente: Jerusalén y Belén, y en particular durante el transcurso del siglo IV, en el que la concentración monacal en las proximidades de estas dos ciudades fue ciertamente mayor que la existente en el desierto. Los documentos relativos a los siglos IV y V son unánimes en el afirmar que los monjes eran numerosos y procedían de todos lados. San Jerónimo, por ejemplo, afirma: "Quien hubiese podido ser el primero en la Galia, se apresura por venir aquí. El Bretón, separado de nuestro universo, si ha hecho progresos en la piedad, abandona las regiones donde se esconde el sol y cerca estos parajes, los cuales no conocía sino por reputación y por la recitación de las Sagradas Escrituras. ¿Por qué no recordar los Armenios, los Persas, los pueblos de la India y de Etiopía y del vecino Egipto, el mismo fértil en monjes, el Ponto y la Capadocia, la Celesiria, la Mesopotamia y todo el enjambre venido del Oriente que acudía en tropel hacia los lugares santos…?" . Haciendo un rápido resumen de algunos de los monjes y comunidades que se establecieron alrededor de los principales lugares santos a fines del siglo IV y debut del V, encontramos:
- En Belén: Casiano y su amigo Germano, venidos ambos de Escitia, al norte del Mar Negro, o bien de Provenza, en Francia; el pequeño dálmata Jerónimo, quien fue secretario en Roma del Papa Dámaso, y sus hijas espirituales, quienes formaban parte de la aristocracia romana: Paula y Eustoquia, su hija; después Paula la Joven, nieta de Paula y prima de Melania la Joven. - En el Monte de los Olivos: Inocente el Italiano; la patricia Melania la Anciana, y su consejero espiritual Rufino de Aquilea, venidos de Roma; Evagro el Póntico; Paladio, un Gálata, fiel amigo y primer biógrafo de San Juan Crisóstomo; después la rica Melania la Joven (hija de Melania la Anciana) con Piniano, su marido y Albina su madre, así como Geronte, su discípulo y biógrafo; un poco más tarde, el joven príncipe georgiano Nabarnoughi y su amigo Mitridate, quienes llegaron a ser Pedro el Ibérico y Juan, después de sus respectivas profesiones monásticas. - Otro lugar de predilección monástica parece haber sido el sector oeste de Jerusalén, probablemente por hallarse en ruinas y poco poblado después de la destrucción de la ciudad por Adriano en el 135. Pasarión, conocido como el primer archimandrita de los monjes, funda un vasto y bello cenobio dentro del recinto de Santa Sión, para acoger los devotos del santuario. Aquel otro de Eustorgio surgirá un poco más tarde no lejos de allí. Pedro el Ibérico y Juan se ubicaron en una casa construida en los alrededores de la actual Christ Church, en la puerta de Jaffa, casa que fue conocida como el monasterio de los Ibéricos. Un monasterio femenino se encontraba a un costado del Martyrion de San Menas, en el actual patriarcado armenio. Por otra parte, un grupo llamado "los celadores", vivían alrededor y en el interior de la misma Torre de David, y se dedicaban a animar las liturgias, hasta que el patriarca Elías los reagrupa en el 494, en un nuevo monasterio provisto de todo lo necesario. En el siglo VI, encontramos también "la orden de celadores de Santa María la Nueva", situada sobre el Cardo Máximo (la principal calle de la villa), en el actual barrio judío. - Finalmente, sobre la ruta de Belén, cerca del actual monasterio de Mar Elias, otro monasterio fundado por una diaconisa, Ikelia, se encargaban de la recitación del oficio en la iglesia del Kathisma (lugar para sentarse) de la Madre de Dios, donde a la luz de recientes trabajos de investigación han sido encontrado vestigios. Las actividades de estas primeras comunidades monásticas, además de la dedicación a la oración, la vida en común y la penitencia, fueron: En primer lugar una fuerte participación en las liturgias cotidianas, especialmente de aquellas que se celebraban en los lugares santos de Jerusalén, según relata la famosa peregrina Eteria (o Egérea), procedente de Galicia (España), y que peregrinó hacia Tierra Santa entre los años 381 y 384: "Cada día, antes del canto del gallo, se abren todas las puertas de la Anástasis (iglesia del Santo Sepulcro) y descienden los monjes y vírgenes, como se les llama acá; y no sólo ellos, sino también laicos, hombres y mujeres, aquellos que desean hacer la vigilia matutina. Desde dicho momento hasta el alba, se dicen los himnos. Dos o tres sacerdotes, así como también los diáconos, vienen cada día según sus turnos, junto con los monjes, y dicen las oraciones…". Dicha particularidad de los monjes de Palestina no se reduce solamente a la participación en pleno a las liturgias oficiales, sino también a prepararlas y a prolongarlas hasta las horas de la mañana mediante la recitación y el canto de los Salmos, de modo de asegurar la regularidad. De modo que podemos afirmar que los monjes que vivían en Jerusalén o Belén no tenían la intención de ser como una vitrina de los valores ascéticos del desierto, sino que pretendían insertarse activamente en la vida de la iglesia local. Otras actividades fueron: La copia de textos o manuscritos antiguos. En este sentido, sobre el monte de los Olivos se encontraba un atelier donde se copiaban los grandes clásicos de la cultura grecorromana. También la traducción de la Biblia, obra especialmente de San Jerónimo, quien no sólo la tradujo sino que la comentaba, oralmente y por escrito, y ejercía una actividad docente en Belén mediante el catecismo y la predicación. La actividad de hospitalidad, a los peregrinos, pero también a los pobres y a los enfermos, según el modelo monástico de Basilio de Cesarea.